Wednesday, February 15, 2006

Jácara y Patraña (cuento)

Casi Arrepentido

Hoy, como cada viernes, cuatro de los cinco con quienes vivo se van a sus casas para ver a sus familias y lavar la ropa; eso me gusta pues al menos por una noche tengo el cuarto para mí solo. Con suerte y hasta El Chocotorro se fue. Llego al departamento a eso de las nueve, estoy fastidiado por el tráfico y sólo quiero cenar para ver las noticias. Mi plan se viene abajo cuando abro la puerta y veo, sentados frente a un montón de botellas, al Chocotorro en evidente borrachera con su fea novia (Luci), Jenny (prima de Luci, medio tonta pero nada despreciable) y un amigo de ellas a quien no conozco. Resignado, me integro a su injustificado festejo.
Luci me sirve el resto de una botella, pone un disco de José Alfredo y nos dedicamos a tomar. Pasa un rato, ya entonados, Jenny me empieza a agradar y Luci... bueno, a esa pobre traumada ni cómo ayudarle.
Durante poco más de siete cubas Luci me dice cosas como “tú eres bien a toda madre”, “mi mejor amigo casi mi hermano”, “seríamos como dos gotas de agua pero a ti te gusta Control Machete y yo soy dark”, etc. El Chocotorro permanece callado y yo sólo le sigo la corriente a su novia.
–¡Pinche Luci! ¡Ya temborrachastes! –Exclama Jenny quien, después de media botella, me empieza a gustar.
–Aprendan a mí –interviene el amigo desconocido– ¡Yo no mempedo!
–Hijo de tu puta madre –dice El Chocotorro como pensando en voz alta.
–¡Chocotorro! –Grita Luci– ¡Si nostás a gusto, pus vete!
Se cierra la puerta con un estruendo, seguramente los vecinos ya están mentando madres. El Chocotorro se va en sandalias pero con suficiente dinero para emborrachase en cualquier otro lado, Luci se queda agarrando la mano del amigo desconocido, Jenny ya está borracha y yo le veo las piernas.
Media hora después, Luci y el amigo desconocido se encierran en la habitación del Chocotorro y yo voy junto a Jenny. Desde sus rodillas subo hasta sus pequeños senos mientras pienso las maravillas por hacer. La saco de la blusa, beso su cuello, levanto la falda y cuando estoy a punto de quitársela, ella se agacha, me baja el pantalón y los calzoncillos hasta las rodillas. Me acaricia, me chupa, me respira... Jodida gente inoportuna: sale Luci de la habitación acomodándose la blusa.
–El pendejo se quedó dormido poniéndose el condón ¡Nadie me quiere!
–¡Ni a mí! –Grita Jenny, a estas alturas ya me dejó a la deriva.
–Me quiero morir, Jenny.
–Yo también.
En tanto ellas discuten cuál de las dos es la más desdichada y con más motivos para suicidarse, yo pongo un disco a todo volumen. Al dejarme guiar por la música me digo “están borrachas y por lo mismo nomás hablan a lo pendejo”. Volteo hacia donde las dejé alegando pero han salido en el departamento. Siguiendo sus lamentos, corro tras ellas y cuando las alcanzo Jenny está a la mitad de la escalerilla rumbo a la azotea. No quiero interferir en sus suicidios pero soy demasiado humano para permitirlo; tomo a Jenny por la cintura y la bajo de la escalera. Ella se abraza a mí y rompe a llorar.
Se cierra la puerta con un estruendo, seguramente los vecinos siguen mentando madres. Son las dos de la mañana, mis llaves están en la mesa, los cigarros están en la mochila y el estéreo inunda el edificio.
–¡Mis discos! –Grita Jenny.
–¡Las botellas! –Exclama Luci.
–¿Ya ven? ¡Por sus idioteces nos quedamos afuera!
Con la esperanza de ser escuchados por el desconocido, casi deshacemos la puerta a golpes pero es inútil: está noqueado. En estas condiciones estamos cuando, oliendo a teibolera, llega un vecino electricista; tras explicarle el problema de la puerta, va a su camioneta y nos presta un mazo, un cincel y un desarmador. Mientras demolemos la cerradura, en el departamento del electricista se oyen los gritos de una esposa iracunda.
Jodemos la chapa, entramos y apago el estéreo. Luci se mete al baño sin cerrar; por el “cansancio” se queda dormida en el retrete con la puerta y las piernas abiertas. Jenny, un poco más sobria, me desnuda y se tumba en un sillón pero en cuanto apoya la cabeza en el respaldo empieza a balbucear en medio de lloriqueos infantiles; es inútil seguir, está demasiado borracha para darse cuenta. Frustrado, me pongo los calzoncillos y el pantalón; después de correr al desconocido, cerrar la puerta del baño y tapar a Jenny con una cobija, decido intentar dormir para ver si se me olvida la mala noche.
Ya en mi cuarto, apago la luz y me tiendo en la cama. A los dos minutos prendo el último cigarro, el aire de la madrugada entra por la ventana y me echo la sábana encima. Por un segundo me arrepiento de no haberlas dejado aventarse pero las ganas de dormir son más grandes. Me acabo el cigarro, estoy por quedarme dormido cuando descubro un pequeño cuerpo junto a mí: es Jenny, tiene frío y está triste.

©Jorge A. Amaral –México-



Un cuento de navidad


Lo citamos al gordo Santa en un descampado cercano al pueblo donde vivimos mis catorce hermanos y yo, junto con ocho perros y muchos vecinos. Cuando lo vimos por primera vez, él andaba zigzagueando por el cielo, viajando en su carro tirado por renos, y como no podíamos pincharle las gomas, mi amigo Cocoliso le lanzó una flecha, (la que fue a clavarse en el anca de uno de los animales) con una cartita conteniendo una amenaza: “Si no bajas, te mandaremos un bazucazo que no quedará de ti ni el recuerdo.”Al parecer la intimidación surtió efecto ya que a la hora señalada Santa Claus aterrizó cerca de nosotros. Con su estúpida y clásica risotada que más parece un tos desganada, quiso convencernos de su bonachonería, pero en mí provocó la reacción de siempre: un revoltijo de tripas y deseos de vomitar. —Cállese la boca, gordo imbécil— le gritó el Cocoliso, que lo odiaba tanto como yo. —Dígame por qué usted a los niños ricos les lleva lindos y costosos regalos —lo apremié— y a nosotros que somos pobres nos trae unas mierdas que nunca pedimos y que se rompen a los tres días...
—O no nos trae nada... —completó mi amigo.
—Es que a mí... —balbuceó Santa y el Cocoliso lo interrumpió.—No mienta porque si no va a ir al infierno.—Eso mismito— apoyé yo.—A mí me pagan por mi trabajo... Los de allá arriba —trató de disculparse. El reno que tenía la flecha clavada lanzó un alarido de dolor, la pata le sangraba a chorros.—¿Quién le paga el sueldo? ¿Dios? —pregunté yo.—Chicos... debo seguir trabajando. No tengo una respuesta para eso... Si quieren les dejo algo de lo que hay allí en la bolsa. Hay cosas muy lindas...
—No aceptamos limosnas — El Cocoliso sacó el revólver que le había robado a su padre, y lo apoyó en la sien de Santa Claus.
—Somos niños pero no estúpidos —dije, y el Cocoliso gatilló. Los sesos de Papa Noel nos salpicaron un poco cuando le estalló la cabeza, pero nosotros no nos asustamos pues estamos acostumbrados a cosas peores.Trasladamos a los renos hacia el pueblo, y allí todos los habitantes nos dimos un festín de carne asada que duró hasta el día de Reyes, y los pequeños tuvimos regalos caros que no pudimos usar bien pues no tenemos electricidad ni pilas para hacerlos funcionar como corresponde.Pero de todos modos, por unos días fuimos felices.

©Carlos Vico –Uruguay-

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